José Lectoure había nacido el 31 de octubre de 1897 en Buenos Aires. Actuaba en el boxeo desde 1915, cuando tenía 18 años, y con el mismo gesto serio, reconcentrado, que mantuvo toda la vida. Pocos supieron lo que pasaba en su interior. Recorrió todas las escalas en las actividades del ring: aficionado, profesional, manager, promotor y empresario.
Muchacho porteño, de la Corrientes angosta, entramos a conocernos bien en aquellas charlas de los «36 Billares» frente al Nacional, y en las madrugadas del bar alemán de la calle Sarmiento, junto a la panadería del «Cañón», donde servían suculentos sandwiches especiales de lomo, de jamón, y de queso.
Me contabas la historia, cuando Domingo Pace, un comerciante de una Kermes llamada «Luna Park» que rotaba por los baldíos de la ciudad, ofreciendo distintos tipos de atracciones, se asoció a otros y comenzaron a organizar algunas reuniones de boxeo.
Que luego recurrió a su hijo, tu amigo Ismael, para rearmar el negocio. Él te llamo a vos, hicieron la sociedad, y enseguida te hiciste Matchmaker.
Yo te conocía de antes, pero a la distancia. Ya eras popular, ya eras casi famoso, y el novel periodista, muy tímido, apenas osaba a saludar al «Matchmacker», al manager del «Chiquito» Galtieri, al hombre de confianza de don Domingo Pace, al «Pepe» que ya por ese entonces cimentaba su sociedad amistosa con Ismael, tu hermano en la aventura del grandioso Luna Park.
De tanto verte en la bohemia redacción de la inolvidable «República» fui conociéndote y descubriendo tu inclinación hacia los humildes, tus íntimas inquietudes, y tu sensibilidad. Prueba de esto fue, bien lo sé, que tu buen gusto instintivo te llevó siempre a recubrir con una capa de ironía las mil y una vulgaridades con las que forzosamente tuviste que emparentarte.
Desde aquellas noches de los “36” y del bar alemán, después de los partidos de fútbol con pelota de papel que jugábamos cuando estaban construyendo el tramo de la Diagonal entre Esmeralda y Suipacha, comprendí que te sentías complacido de charlar de boxeo, de fútbol y de la guerra…
Yo fui uno de los pocos que te vieron llorar la noche que murió «Kid Charol» y de los que entendieron tu silencio cuando murió Justo Suárez. Yo fui uno de los que aprendieron de boxeo, oyéndote hablar de la utilidad del gancho de izquierda. Y uno de los que te comprendieron bien aquella tarde que dijiste amargamente: «El boxeo no vuelve loco a nadie. Para meterse a boxeador, ya hay que estar loco».
Nunca fuiste muy hablador. Escuchabas mucho. Sin haberlo conocido, seguías el consejo de aquel que dijo: «Lo poco que sé lo aprendí escuchando». Y tenías un agudo sentido crítico, una profunda capacidad de psicólogo. Porque fuiste un porteño cien por ciento, dominaste a fondo tu profesión y te erigiste, no en el mejor, sino en el único promotor auténtico y completo que tuvo el boxeo profesional en la Argentina. Áspera profesión, e ingrato oficio si los hay.
Habrás sufrido lo tuyo, habrás peleado más de una vez contigo mismo. Cuando todos creíamos que habías triunfado, se nubló tu vista. No pudiste alcanzar a disfrutar plenamente la tranquilidad del éxito. Desde entonces te refugiaste en la tiniebla y a veces me convenciste de que así eras más feliz. Vivías lo tuyo, sentías como siempre quisiste sentir. Desde entonces nos diste a todos tus amigos la inconmensurable proporción de tu entereza, y de tu valentía.
Hemos de llorar tu partida, pero nunca podremos sentirte ausente. Cada vez que hablemos de «Pepe» Lectoure, Corrientes seguirá siendo angosta y en el ring estarán danzando las figuras inolvidables de «Kid Charol», de Luis Rayo, de «Kid Uber», de Julio Mocoroa, y de Justo Suárez…
Habrá dos nombres que el tiempo ha de ir confundiendo estrechamente en la historia del boxeo argentino: José Lectoure y Justo Suárez. Mutuamente, uno le debió, al otro prestigio y fortuna. Con el «Torito», creación propia, «Pepe» dio el gran salto, y con «Pepe» llegó Suárez a la fama.
Como aficionado te definías por la pulcritud de tu estilo, por tu habilidad, tu elegancia y tu inteligencia. Obtuviste el título de campeón de peso liviano en uno de los campeonatos nacionales en los que interviniste. Más tarde, ya de profesional, te mediste tres veces con Juan Carlos Casalá, campeón sudamericano de la categoría, y se produjeron los tres resultados: perdiste el primero, empataste en el segundo y ganaste en el último.
Seguiste boxeando hasta que un día Galtieri te pidió que lo dirigieras. Así debutaste de manager. Luis «El Chiquito de Pompeya» Galtieri fue tu primer pupilo. Y después de muchos años, seguías sosteniendo que aquel primero había sido el mejor de todos.
Imposible resultaría dar en una nota periodística la nómina completa de los boxeadores a quienes dirigiste desde 1921. Larga es la lista de los púgiles argentinos que actuaron bajo tu dirección, y siempre se te veía en el rincón porque eras un admirable director de combate. Como así también larga es la nómina de los boxeadores extranjeros que hiciste venir a Buenos Aires.
Del Buenos Aíres Boxing Club, pasando por el Universitario y L’Aiglon, el viejo Luna Park y el Avellaneda Park, el Club Policial, el River Plate, por los teatros Coliseo, Nuevo, y Onrubia, hasta el nuevo Luna Park, que has ido construyendo, «Pepe» Lectoure, en un gran y sólido edificio del boxeo profesional en la Argentina.
Tu nombre queda ahora incorporado a la historia del deporte nuestro. Que tu visión extraordinaria siga acompañando a tu hermano en esta gran aventura, Ismael Pace, y a todos los que afronten el arduo negocio del box.
El tiempo y muchos dolores me demostraron que la muerte de los seres queridos no es una partida ni una ausencia, al contrario. Los sentimos más cerca de nosotros cuando se mueren, porque la vida de todos los días nos tuvo separados muchas veces y ahora, en cambio, podremos estar siempre juntos, mi sentimiento y el tuyo, tu espíritu y el mío.
Por el Periodista Félix D. Frascara para El Gráfico (1950).
LA LEY DEL DEPORTE