He pasado mucho tiempo mirándome la panza, encorvándome para que no se vaya hacia adelante y me deje la remera flotando y mostrando. Me avergonzaba tener «tetas» y pechos grandes.
Me miraba, giraba, escondía panza, y me quedaba mucho tiempo en el espejo. Me pesaba mucho y a veces ni me animaba a subirme a la báscula. Por miedo a ver un número que me asuste y me amargue. Pasó mucho tiempo y siempre lo mismo.
A la noche muchas veces estaba inquieto, sin sueño, como vacío de melatonina, con hormigueos en los pies, como con descargas eléctricas, con electricidad recorriendo mi tren inferior, y, como un zombi despierto, me comía algo contundente, porque creía yo, caso contrario me iba a quedar toda la noche en movimiento y tenso.
Quería bajar de peso, pero no cambiaba las conductas. Me precipitaba hacia la mesa, me ponía nervioso, ansioso, resignado, tragando más rápidamente de lo que podía masticar, hasta que llegaba un momento donde me sentía satisfecho. Cuando no me entraba más nada, sentía cierta estabilidad emocional, y tomaba agua, lavaba los platos, me bañaba y a dormir.
La alimentación puede llegar a ser una adicción. Cuando arranque tratamiento para la recuperación de mis adicciones tenía ciento diez kilos.
Llevaba una panza «que me la pateaba». Me costaba bajarme de un auto, subir las escaleras, y hasta atarme los cordones. Soñaba con «escupir el fitito» a toda costa. «Abortar» esa «pelota de cebo», o que se me «raje el cuero».
En mí poca «estelar» vida de cocinero comía como un chancho, luego pucho para estabilizarme y saciarme, y a cocinar. Pero luego otra vez ansiedad, aburrimiento, adrenalina por el despacho, y más comida y pucho. A la hora, preocupación, estrés, y otra vez me «clavaba» algo calórico y contundente.
Comía de parado lo que cocinaba para los comensales.
Además de la que nos tocaba a los laburantes y las sobras que volvían de las mesas. Probaba todo, pero para que «me pegue», no tanto para chequear que esté rica.
Hacía un relleno y le metía los «garfios» para comer, hacía una salsa y la picoteaba con una cuchara sopera, cocinaba un puré y le mandaba «la de madera».
Ya sentía la grasa en la cara, las manos, el pelo, y por todo el cuerpo. Llegaba a casa, destilaba olor por todos lados, y me bañaba. Deseaba salir de ese círculo vicioso y aceitoso, pero cada día más me enfermaba.
Me sentía tan mal con mi vida que luego chupaba y me drogaba. para salir de esa inestabilidad emocional. Aunque, por supuesto, más me «enterraba».
Si deje el pucho, el alcohol, y las drogas, como me puede estar ganando la comida de tanto en tanto. Es que no todos somos adictos a lo mismo ni vulnerables a lo mismo.
Es obvio que no tener para comer te da estrés y enfermedades como ciertas adicciones. Te sentís mal y sé «te vuelan los pájaros». Panza vacía, corazón triste. Hay muchísimos que no se juntan con sus familias a comer y a compartir un plato caliente en el medio sobre la mesa. Y eso angustia. Te irrita y puede desatar la cascada del estrés, del odio, y adicciones de todo tipo. Te desata una ira que puede llevar al robo, a consumos problemáticos, o directamente al crimen. Querés conseguir una «pipa» y agarrar a todos a los «pipazos». No te importa más nada. Al que venga nomas… ¡Confites por doquier!
Por ese lado, hay gente que se mueren de hambre… y por otro hay mucha que se muere de colesterol. Hoy, como conté con mi caso, se come mucho por infelicidad y para «sentir bienestar». Quedamos «pipones» y nos reímos de eso. Festejamos «como nos la dimos». Pero luego viene el malestar mental.
Si comes mal, además, te sube la presión arterial, el colesterol, la diabetes, y eso también te llega a la cabeza. No va al cuerpo, por un lado, y al «marote» por el otro. Cuerpo enfermo cabeza enferma. Y viceversa.
Hay que meterle frutas, carnes, cereales y verduras que nos den energía duradera en el cuerpo. Y que sean variadas y obviamente de nuestro gusto. Y escaparle a la comida procesada y chatarra. Que es más adictiva que las naturales. Y te ponen super nervioso. Lo que comes va esculpiendo tu cerebro.
Un peso adecuado nos permite también estar en ventaja a la hora de enfrentar los problemas de la vida. Cuando nosotros logramos comer bien, variado, y llegamos al peso recomendable, sentimos bienestar. Logramos el objetivo. Nos sube la autoestima. ¡Podemos tener problemas, pero por lo menos logramos metas!
No rompamos nuestros órganos «comiendo bulones» de ansiosos. Atragantarte te alivia un rato y te hace infeliz mucho tiempo. Yo lo usaba como una droga, y eso es «pan para hoy y hambre en un rato».
¿Cómo influyen en nuestro nivel de energía, nuestro sueño, lucidez mental, estabilidad emocional, tal alimento? A mí se me sube la adrenalina con la molleja, las entrañas y las comidas fritas, las pizzas, las tortas. Me pongo nervioso. Uno pierde los estribos con los alimentos refinados y procesados. Entra en tensión porque son adictivos.
En el intestino tenemos como dos kilos de bichitos minúsculos llamado microbiota. Estos bichitos interactúan mandando mensajes al cerebro. Sobre nuestro sistema inmune, endocrino y nervioso.
Esos bichito regulan las actividades bioquímicas, son reguladores de nuestro estado de ánimo, nuestra vida social, como vemos el mundo, como lo interpretamos. Y estos bichitos, que componen la microbiota que está en el intestino, se ven afectados fundamentalmente por la dieta, y también por los ejercicios, los niveles de contaminación, y la cantidad de drogas que uno consume. El intestino le manda mensajes al cerebro y el cerebro tiene la última palabra. Las tripas le hablan a la cabeza y la influencian.
Tenés que comer lo que te haga sentir bien. Que no te descontrole el peso ni el estado de ánimo. No a las «panzadas» sistemáticas. No a no comer nada, tampoco por una «balanza amiga». Comer bien para nuestro cuerpo, pero además para nuestra mente.
Para trabajar, bailar, hacer deportes, y sentirnos bien debemos tener una dieta sana y un peso razonable. No un peso perfecto. Porque si el cuidado se transforma en tortura, puede que «tires la toalla» o sufras conductas problemáticas. Y esa no es una opción.
La clave es que la comida sea variada, saludable, moderada y rica. No a lo loco. No hay que comer hasta que te salgan «los chinchulines por las orejas». Como hacía yo. Ser ordenados con la comida. Si consumimos más calorías de la que gastamos, se queda «estoqueada» y se transforma en grasa corporal. Y nadie quiere estar «desbordado».
Si el insumo de comida y bebida es mayor que el gastado… ¡Se nos va a inflar la piñata! ¡Si comes todo el día basura por más que te vayas pedaleando hasta «La Triple Frontera» no vas a bajar de peso!
Yo era afecto a las parrillas, restos y le entraba a «las molles», los «chinchus», «los choris», «el chimy», «el chicharrón», y todo lo que empiece con «CH»… Aparte del pucho y una banda de drogas. Tenía treinta años y parecía que tenía cincuenta.
Las grasas y los aceites dan una falsa sensación de bienestar. Luego te pasan la factura por debajo de la mesa. Te sentís mal, tenso, estresado, y luego las necesitas y extrañas. Y la vas a terminar pagando con mucho dolor y depresión. Porque la vida es como un restaurante… ¡Nadie se va sin pagar!
A mí la dieta es lo que más me cuesta, hoy peso 82 kg midiendo 1,75 y entrenando mucho. Para un triatleta es sobrepeso. Y volver a ser flaco y más atlético sería mi último trofeo, la última «montaña por conquistar», para poder cantar «bajo la ducha» que yo supere a la vida enferma. Tras una guerra ardua e intensa.
LA LEY DEL DEPORTE